Del tener al ser, Erich Fromm

Imagen: Selbstliebe, Félicien Rops
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(...) Podría terminar este capítulo justo aquí, diciendo: lea las obras de los maestros del vivir, llegue a comprender el verdadero sentido de sus palabras, fórmese su propia idea de lo que quiera hacer con su vida; abandone la ingenua idea de que no necesita maestro, ni guía, ni modelo; de que puede averiguar, en el lapso de una vida, lo que han descubierto las mentes más grandes del género humano en muchos millares de años, a partir de las piedras y los esbozos que les dejaron sus predecesores. Según dijo uno de los mayores maestros del vivir, el maestro Eckhart: «¿Cómo puede vivir nadie sin haber sido instruido en el arte de vivir y de morir?».

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(...) En una sociedad totalmente comercializada, en la que la venalidad y el máximo beneficio constituyen los valores centrales de todas las cosas, cada uno se ve a sí mismo como un capital que debe invertir en el mercado con la finalidad de obtener el máximo beneficio (éxito), y su valor de uso no es superior al de una pasta dentífrica o un medicamento. Poco importa que sea amable, inteligente, creativo y animoso si estas cualidades no le han servido para conseguir el éxito. En cambio, si no pasa de mediocre como persona, escritor, artista o lo que sea, pero tiene un ansia narcisista, resuelta, obsesiva y descarada por salir en los periódicos, con un poco de talento fácilmente se convertirá en uno de los «grandes artistas o escritores» del día. Claro que él no es el único que interviene: los marchantes, los agentes literarios, los «relaciones públicas», los editores…, todos están interesados económicamente en su éxito. Son ellos quienes lo han «hecho». Y una vez que ha llegado a ser un escritor, pintor o cantante anunciado en todo el país; una vez que ha llegado a ser una «celebridad», es ya un gran hombre, lo mismo que el mejor detergente es el más anunciado, y el que la gente más recuerda si ve la televisión. El fraude y el engaño no son nuevos: han existido siempre. Pero no ha habido otra época en que tuviese tanta importancia mantenerse en el candelero.


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(...) las palabras no tienen realidad en sí mismas, sino en el contexto en que se emplean y en las intenciones y carácter de quien las emplea. Si se interpretan parcialmente, sin perspectiva de fondo, no comunican, sino que ocultan las ideas.
(...)
Los «realistas» dicen que los partidarios de la amabilidad tienen buena intención, pero que son ingenuos y están en las nubes, o sea, que son tontos. Y no les falta razón. Muchos de los que aborrecen la violencia, el odio y el egoísmo son ingenuos. Necesitan creer que «todo el mundo es bueno» para poder conservar la fe en sí mismos. No tienen la suficiente firmeza de convicción como para creer en las fecundas posibilidades del hombre sin cerrar los ojos a la maldad y perversidad de individuos y grupos. De esta manera, sus tentativas de alcanzar un máximo de bienestar acaban fracasando. Cualquier decepción grande los convencerá de que estaban equivocados, o los empujará a la depresión, por no saber ya en qué creer.

La fe en la vida, en sí mismo y en los demás tiene que edificarse sobre el terreno firme del realismo; es decir, sobre la capacidad de ver el mal donde está, de ver la trampa, la destructividad y el egoísmo, no sólo cuando se presentan a cara descubierta, sino también en sus muchas máscaras y disfraces. Verdaderamente, la fe, el amor y la esperanza han de ir acompañados de tal pasión por la realidad en toda su desnudez, que el ajeno puede verse inclinado a llamar «cínica» esta postura. Pues que sea cínica, si entendemos por tal el no querer que nos tomen el pelo con las mentiras agradables y sabrosas que llenan casi todo lo que se dice y se cree. Pero este tipo de «cinismo» no lo es en realidad: es crítica intransigente, es negarse a tomar parte en un sistema de engaños. El maestro Eckhart lo expresaba breve y escuetamente cuando decía del «inocente» (a quien Jesús enseñaba): «No engaña a nadie, pero tampoco se deja engañar».


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(...) y qué poquísimas veces pasan de lo consabido y de la mezquina opinión partidaria para llegar a las causas y raíces de los fenómenos! Uno se inclina a creer que la gente necesita guerras, crímenes, escándalos y aun enfermedades, para tener algo de qué hablar, o sea, con el fin de tener un motivo para comunicarse, aunque sea en el plano de la trivialidad. En efecto, si los hombres se han transformado en mercancías, ¿cómo puede ser su conversación, sino trivial? Si los productos del mercado pudiesen hablar, ¿no charlarían sobre los dientes, sobre el comportamiento de los vendedores, de su esperanza de conseguir un precio alto y de su decepción al quedar claro que no se van a vender?

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(...) La primera revolución industrial sustituyó la energía animal y humana por la energía mecánica. La segunda revolución industrial entrega el pensamiento y la memoria a los ordenadores. Esta liberación del trabajo fatigoso se considera como el regalo más grande del «progreso» moderno. Y es un regalo, a condición de que la energía humana así liberada se aplique a tareas más elevadas y creativas. Pero no es eso lo que ha ocurrido. De la liberación de la máquina se ha derivado el ideal de la pereza absoluta, el horror a cualquier esfuerzo verdadero. Vivir bien es vivir sin esfuerzo. Y cuando no hay más remedio que esforzarse un poco, se cree, por decirlo así, que se trata de algo pasado de moda: sólo se hace si no hay más remedio, no voluntariamente. Cogemos el coche para ir a la tienda que hay dos manzanas más allá y evitarnos el «esfuerzo» de andar; y el dependiente usa la calculadora para ahorrarse el esfuerzo mental de sumar tres números.

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Fueron Marx y Freud quienes, habiendo comenzado la última fase de la sociedad industrial, crearon las teorías reveladoras, críticas, más importantes. (Aunque el budismo, en coincidencia que me ha señalado Zbynek FiSer: 1968, fue también una doctrina que movilizó la actividad de millones de personas, como la de Marx en el siglo XIX). Marx mostró los conflictos y las fuerzas motrices de la evolución social. Freud atendió al descubrimiento crítico de los conflictos íntimos. Ambos aspiraban a la liberación del hombre, si bien la teoría de Marx es más general y menos temporal que la de Freud. Pero ambas teorías sufrieron el mismo destino: perdieron pronto su cualidad más importante, la de pensamiento crítico y, por tanto, liberador, cuando la mayoría de sus «fíeles» partidarios las convirtieron en ideologías, como convirtieron en ídolos a sus creadores.

Pág. 47-48
La mayoría de las personas y de las clases sociales no pueden soportar un desengaño sin solución positiva. Simplemente, no escucharán, no comprenderán, y seguro que no estarán de acuerdo con el desengaño, aunque el crítico hable como un ángel.

(...) el llegar a conocer la verdad tiene un efecto liberador: libera energía y despeja la mente. Como consecuencia, independiza, ayuda a encontrar el propio equilibrio dentro de sí mismo y vivifica. Podrá darse uno cuenta de que no puede cambiar las cosas, pero habrá conseguido vivir y morir como un hombre, no como un borrego. Si evitar el dolor y gozar de las mayores comodidades fuesen los valores supremos, el engaño, en efecto, sería preferible a la verdad. Considerando, en cambio, que todo hombre, en cualquier momento histórico, nace con un potencial de realización plena; y además, que, con su muerte, habrá perdido la última oportunidad que tenía, queda mucho que hablar, en efecto, sobre el valor del desengaño para alcanzar un grado óptimo de realización personal. Cuantos más individuos lleguen a quitarse el velo de los ojos, tantas más probabilidades habrá de que produzcan cambios, sociales e individuales, en la primera oportunidad que tengan, en vez de esperar, como ocurre con frecuencia, a que haya pasado la ocasión del cambio, por habérseles atrofiado la mente, el valor y la voluntad.

Pág. 60
(...) el pensador creativo sólo puede pensar con las pautas y categorías de su cultura. Ocurre a menudo que su idea más original es «impensable», por lo cual tiene que expresarla manipulando o simplificando sus descubrimientos. La idea original tiene que expresarse primero en formas erróneas, hasta que la evolución del pensamiento, debida a la evolución de la sociedad, permite a las antiguas formulaciones liberarse de sus errores temporales, para adquirir una importancia mayor aún de la que hubiera sospechado su autor.

Pág. 69
(...) el hombre que sigue siendo hombre, que no se ha convertido en cosa, no puede por menos que sentirse solo, impotente, aislado, en la sociedad de hoy; no puede evitar dudar de sí mismo y de sus convicciones, si no de su cordura; no tiene más remedio que sufrir, aun si puede vivir unos momentos de gozo y lucidez desconocidos para sus coetáneos «normales». No será raro que padezca una neurosis derivada de su situación de hombre cuerdo en una sociedad loca, una neurosis distinta a la más corriente del hombre enfermo que quiere adaptarse mejor a una sociedad enferma. Sus síntomas neuróticos se curarán con el progreso de su análisis, es decir, conforme adquiera más independencia y productividad. En definitiva, todas las formas de neurosis indican que no se ha resuelto bien el problema de vivir.


Pág. 79-81
Un quinto método es centrar nuestros pensamientos y sentimientos en torno a los fines vitales, como los de vencer la codicia, el odio, los engaños, los temores, la posesividad, el narcisismo, la destructividad, el sadismo, el masoquismo, la insinceridad, la inautenticidad, la enajenación, la indiferencia, la necrofilia, el dominio patriarcal, o la correspondiente sumisión femenina…, y lograr independencia y capacidad de pensamiento crítico, de dar y de amar.

Este método consiste en la tentativa de descubrir la presencia inconsciente de cualquiera de estos rasgos, la manera en que se justifican, cómo forman parte de toda la estructura del carácter y sus condiciones de desarrollo; tentativa, a veces, muy dolorosa y que puede provocar mucha ansiedad. Pues exige darnos cuenta de que somos dependientes, cuando creemos amar y ser leales; de nuestra vanidad (narcisismo), cuando no creemos más que ser amables y serviciales; de nuestro sadismo, cuando pretendemos querer sólo que los demás hagan lo que es bueno para ellos; de nuestra destructividad, cuando decimos que es nuestro sentido de la justicia lo que pide el castigo; de nuestra cobardía, cuando sólo manifestamos prudencia y «realismo»; de la arrogancia, al creer que nos conducimos con extraordinaria humildad; de que tenemos miedo a la libertad, cuando nos vemos movidos solo por el deseo de no perjudicar a nadie; de que somos insinceros, y no pretendíamos más que no ser mal educados; y descubrir que somos falsos, cuando creemos ser particularmente objetivos. En suma, exige que podamos «imaginarnos como los autores de todo crimen concebible» (Goethe), significando que podemos estar medianamente seguros de habernos quitado la máscara y de estar a punto de tomar conciencia de quiénes somos.

En el momento en que uno descubre los elementos narcisistas de su amabilidad, o los elementos sádicos de su servicialidad, el choque puede ser tan intenso que le haga sentirse una criatura despreciable, de la que no se pueda decir nada bueno. Pero si uno no se deja detener por este choque y sigue analizándose, podría descubrir que su intensidad se ha debido a las propias expectativas narcisistas, que puede servir de resistencia a la continuación del análisis y que, después de todo, los afanes negativos descubiertos no son sus únicas fuerzas motrices. En los casos en que sí lo sean realmente, la persona obedecerá a su resistencia y dejará de analizarse.

(...) Yo puedo comprenderme plenamente solo en tanto me comprenda en mis relaciones con los demás y en las relaciones de los demás conmigo.

No sería tan difícil para el individuo comprenderse sin engaños si no estuviese expuesto constantemente a que le laven el cerebro y lo priven de la capacidad de pensamiento crítico. Le hacen pensar y sentir lo que no sentiría ni pensaría si no fuese por las ininterrumpidas indicaciones y los perfeccionados métodos de condicionamiento a los que se ve sometido. A menos que pueda ver el sentido real que se esconde detrás de las ambigüedades, y la realidad tras los engaños, será incapaz de conocerse a sí mismo tal como es, porque sólo conocerá al que quieren que él sea.

¿Qué puedo saber yo de mí mismo, mientras no sepa que el yo que conozco es, en gran parte, un producto artificial? Que la mayoría de la gente, incluido yo mismo, miente sin saberlo; que «defensa» significa «guerra», deber significa sumisión; virtud, obediencia, y pecado, desobediencia; que la idea de que los padres aman por instinto a sus hijos es un mito, que la fama muy pocas veces se debe a cualidades humanas admirables, como tampoco a logros verdaderos; que la historia es un texto falseado por los vencedores, que la modestia excesiva no siempre es prueba de carencia de vanidad; que el amor es lo contrario del ansia y la codicia, que todo el mundo trata de justificar las malas acciones e intenciones aparentando que son nobles y benéficas, que la búsqueda de poder significa persecución de la verdad, de la justicia y del amor, que la sociedad industrial de hoy se orienta por el principio del egoísmo, del tener y consumir, no por los principios del amor y del respeto a la vida que proclama. A menos que pueda analizar los aspectos inconscientes de la sociedad en que vivo, no podré saber quién soy yo, porque no sabré qué parte de mi no es mía.

Pág. 86-89
uno se siente a sí mismo y a sus semejantes como variaciones sobre el tema del hombre, y quizás al hombre como variación sobre el tema de la vida. Importa lo que todos los hombres tienen en común, no aquello en lo que difieren. Cuando uno trata de penetrar profundamente en lo inconsciente propio, descubre que diferimos muchísimo en los aspectos cuantitativos, pero somos los mismos en la calidad de nuestros afanes. El examen profundo de lo inconsciente es una manera de descubrir dentro de sí mismo a la humanidad y a cualquier otro hombre. No es un descubrimiento del pensamiento teórico, sino de la experiencia afectiva.

Sin embargo, afirmar lo uno no debe llevar a negar adialécticamente que el hombre es también un individuo; que, en realidad, cada persona es un individuo singular, no idéntico a nadie todavía por nacer (con excepción, quizá, de los gemelos univitelinos). Sólo el pensamiento paradójico, parte tan importante de la lógica oriental, permite expresar la verdadera realidad: el hombre es un individuo singular, y la individualidad del hombre es engaño y apariencia. El hombre es «esto y aquello», y el hombre no es «ni esto ni aquello». Lo paradójico es que, cuanto más profundamente sienta yo mi individualidad singular, o la de otro, con tanta más claridad veré, por medio de mí mismo y de él, la realidad del hombre universal, liberado de todas las cualidades individuales, del hombre de los budistas zen, «sin rango ni título».

Estas consideraciones nos llevan a la cuestión del valor y de los peligros del individualismo y, en consecuencia, del estudio psicológico del individuo. Es bien patente que, hoy en día, la individualidad y el individualismo se estiman y encomian muchísimo como valores y como objetivos personales y culturales. Pero el valor de la individualidad es muy equívoco. Por una parte, comprende el elemento de liberación de las estructuras autoritarias que impiden el desarrollo independiente de una persona. Si el conocimiento de sí mismo sirve para hacerse consciente del propio yo verdadero y desarrollarlo, en vez de introyectar un yo «ajeno», impuesto por las autoridades, es de gran valor humano. De hecho, se afirma tanto el aspecto positivo del conocimiento de sí mismo y de la psicología que no hará falta añadir nada más a su encomio.

Pero es necesario decir algo sobre el lado negativo del culto a la individualidad y su relación con la psicología. Hay un motivo evidente de este culto: cuanto más desaparece la individualidad en la realidad, tanto más se la exalta únicamente con palabras. La industria, la televisión y los hábitos de consumo rinden homenaje a la individualidad de las personas que manipulan: el nombre del cajero bancario en su ventanilla y las niciales en la cartera. También se afirma la individualidad de las mercancías: las supuestas diferencias entre coches, cigarrillos y pastas dentífricas, que en realidad son iguales, sirven a la imagen engañosa de una persona individual que elige libremente cosas individuales. Hay poca conciencia de que la individualidad se basa, a lo sumo, en diferencias insignificantes, mientras que en todos los caracteres importantes las mercancías y las personas han perdido toda individualidad.

La individualidad aparente se acaricia como un bien precioso. Aunque no se posea capital, se posee individualidad. No se es individuo, pero se tiene mucha individualidad, y el ansia y el orgullo de cultivarla. Y como esta individualidad está fundamentada en pequeñas diferencias triviales, éstas toman la apariencia de caracteres importantes y significativos.

La psicología contemporánea ha fomentado y satisfecho este interés por la «individualidad».
(...)
La psicología contemporánea, que refuerza el engaño de una «individualidad mediante diferencias triviales», tiene otra función más importante todavía: al enseñar cómo se debe reaccionar bajo la influencia de estímulos diferentes, los psicólogos se convierten en un poderoso instrumento de manipulación de los demás y de sí mismos. El conductismo ha creado toda una ciencia que enseña el arte de la manipulación. Muchas empresas ponen como condición para la admisión de personal que los aspirantes al empleo se sometan a pruebas psicológicas de personalidad. Muchos libros enseñan al individuo a comportarse de manera que impresionen a los demás en cuanto al valor de su oferta de personalidad o al valor de la mercancía que venden. Debido a su utilidad en todos estos aspectos, una rama de la psicología contemporánea ha llegado a ser una parte importante de la sociedad moderna. Es un tipo de psicología útil en economía y como productora de ideología engañosa, pero nociva para el hombre, porque tiende a incrementar su enajenación. Y es fraudulenta cuando pretende ba sarse en la idea del «conocimiento de si mismo», según lo ha entendido la tradición humanista hasta Freud.
Lo que se opone a la psicología de la adaptación es algo radical, porque va a las raíces; es crítico, porque sabe que el pensamiento consciente es, en su mayor parte, una trama de engaños y falsedades; y es «salvífico», porque espera que el verdadero conocimiento de sí mismo y de los demás libere al hombre y conduzca a su bienestar. Quien se interese por la indagación psicológica habrá de estar bien enterado de que estos dos tipos de psicología apenas tienen nada más en común que el nombre y persiguen fines contrapuestos.

(...) cuando la sociedad se organice en una empresa común, en la que el pleno desarrollo del individuo dependa del pleno desarrollo de todos, dejará de tener sentido decir que esto es «mío» y esto es «tuyo». En tal comunidad, el mismo trabajo, es decir, el trabajo no enajenado, será placentero; y la «posesión» de aquello que no se usa será un absurdo. Cada uno recibirá según sus necesidades, no según cuanto haya trabajado.

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